Por Marisa Potes (*)
—No logro ver el bote…– murmuró preocupado el contramaestre, con el ojo pegado al catalejo.
—¡Dame eso!– exclamó el capitán, quitándoselo. El también miró, pero efectivamente no se veía nada. El viento aumentaba el volumen de las olas zarandeando el barco brutalmente. La luz pálida de la luna llena, que apenas se filtraba entre las nubes oscuras, era insuficiente para poder distinguir nada.
El capitán hizo un gesto de rabia. Los ocupantes del bote estaban perdidos. —¡Ahí! ¡Lo veo!– exclamó Sebastián Aragón, uno de los grumetes.
¿Dónde veía? ¿Qué señalaba? Orientó el catalejo.
Sí. Ahí estaba. No eran ilusiones. El bote subía y bajaba por la cresta de la ola. ¿Cuánto más iba a soportar semejante maltrato?
Sebastián iba completamente envuelto en un amplio capote. Decían que tenía ojos de águila y aparentemente era cierto. ¿Cómo hizo para ver el bote a simple vista? Se encogió de hombros. Sabía que en el bote estaba Blas De Marco, de quien Sebastián se había hecho amigo. Quizá lo supuso, y acertó.
Pero no. No era sólo eso. El grito de espanto del marino, que seguía viendo por el largavistas, se superpuso con la exclamación de Sebastián cuando la luna se abrió paso en el cielo iluminando la dantesca escena. El bote remontó la ola y pareció quedar suspendido en el aire por un momento. El mar no lo toleró y se sacudió esa lacra, construida por humanos que venían a perturbar la calma. Pretendían llegar a una tierra que ya no quería más visitas, que sabía que esas visitas pronosticaban su fin. La barca cayó invertida, volcando su carga de vidas humanas al mar. Otra ola los envolvió y los engulló.
El bote había desaparecido.
Blas vio cómo el esquife se le venía encima y lo arrastraba dentro de las fauces del mar embravecido. Había dejado de llover, pero el oleaje arreciaba ensañándose con ellos. Sintió el gorgoteo del agua en sus oídos, y hasta el ruido de las burbujas del aire escapando de sus pulmones. Trató de nadar, pero el remolino de agua lo empujaba hacia abajo. Algo golpeó su mano. No podía saber qué. Le pareció que era uno de sus compañeros, arrastrado al fondo como él. ¿En el mar se podría abrir los ojos?
Los abrió, y pudo ver cómo un rayo de luna atravesaba la turbiedad del agua y lo tocaba. Sintió una explosión de energía en su cuerpo y comenzó a nadar hacia arriba. Cuando llegó a la superficie, tomó aire y sacudió la cabeza. Miró a su alrededor. No se veía nada. Solo espuma, oscuridad y aquel rayo de luna entrecortado en la tormenta. ¿Hacia dónde iría? ¿Qué haría? ¿Había logrado llegar a la superficie para rendirse allí? No podría nadar todo el tiempo. Su propia fuerza era demasiado poca para luchar contra las olas. Decidió que las aprovecharía. No se dejaría vencer. No opuso resistencia al agua creciente y se dejó llevar. Bendita luz de luna que le permitía distinguir algunas formas. Allá estaba el barco. Debería tratar de ir hasta él para que alguien lo viera, pero sin llegar demasiado cerca porque se estrellaría contra el casco.
Un arranque de fuerza recorrió sus venas y logró seguir nadando. Pese al tremendo oleaje, pudo nadar. El capitán, desesperado, buscaba algún punto en el agua, algo que se distinguiera de lo demás. Aunque la luna asomaba, él no veía nada.
—¿Y…, Aragón? –optó por preguntar.
—No estoy seguro –dijo este– pero creo que… ¡Es Blas! Ahí viene nadando.
El capitán movía el catalejo de un lado a otro, buscando. Le echó una ojeada a Sebastián a ver qué señalaba, pero este había guardado su mano bajo el capote. Confió en la vista de Sebastián, así que gritó para que lo oyeran sobre el ruido del mar y el viento:
—¡Lancen un cabo! ¡Blas está acercándose!
—¿Dónde, señor?
—¡Allí! ¡Ahora lo veo!
Sí. Ya lo veía. Blas aprovechaba la ola para aproximarse, y luego nadaba para que no lo arrastrara. Otra vez se elevaba, otra vez nadaba. Así logró acercarse rápidamente.
Arrojaron un cabo y luego de un último esfuerzo, el muchachito pudo asirse a él. Ahora sí todos pudieron ver su camisa blanca, que el agua había pegado al cuerpo, hincharse con el viento. El cabo se bamboleó peligrosamente. Temieron que se estrellara contra el casco, pero eso no ocurrió.
Finalmente lo izaron y pronto estuvo a salvo. Respirando agitado, se derrumbó sobre la cubierta, boca arriba.
—Gra-gracias…
—Sebastián te vio –hizo un gesto hacia donde pensó que se hallaba el muchacho–. Bueno, estaba aquí hace un momento…
—Entró –indicó otro de los marineros.
Blas estaba demasiado agotado como para caminar.
Era sólo un grumete, pero el capitán hizo que lo pusieran sobre un camastro en su propia cabina. El chico le caía muy bien y verlo nadar en medio de aquella tempestad era motivo para que valorara aún más sus esfuerzos.
Le quitaron la ropa mojada, le dieron de beber agua dulce y, luego, algo muy fuerte que le provocó escozor en la garganta. Enseguida lo arroparon para darle calor.
Durante el resto de la noche, los marineros se quedaron pegados a la baranda, con la inútil esperanza de que algún otro afortunado lograra sortear semejante tormenta, pero nadie más apareció.
A la mañana siguiente, Sebastián Aragón fue a darle las novedades a su amigo que, envuelto en mantas, tomaba una taza de té inglés bien caliente.
—Sólo tú te salvaste, compañero.
—Dijo el capitán que tú me viste…
—Sí. Te vi. Tu fuerza es increíble. ¿Te diste cuenta en medio de qué tempestad nadaste?
—Dios estaba conmigo, Sebastián. Sólo por eso pude salir.
—Dios te ha dotado de una fuerza inconmensurable, Blas. No puedes negarlo. Y aún no acabas de crecer… –le dijo en tono de broma.
Blas De Marco tomó su té y sonrió. Era cierto. Tenía catorce años, dos menos que su amigo, y también unos cuantos centímetros menos de altura, y allí, arrebujado en la manta, con el cabello claro pegado al rostro y los ojos verdegrises muy abiertos, parecía aún más joven de lo que era. Como no tenía familia, aceptó integrar esa expedición que iba a poblar las nuevas tierras. Si no le gustaba, ya tendría tiempo de volverse. Pero para un muchacho como él, sin estirpe, sin fortuna, sin familia, sin pasado, era una buena oportunidad de labrarse un futuro. Había oído hablar de paraísos que escondían palacios construidos en mármol y plata; de una sierra donde se podía extraer oro que nunca se agotaría; de tierras fértiles, donde se arrojaba una semilla y germinaba; de territorios extensos donde las vacas y los caballos corrían libres y uno podía tomar todos los que quisiera sin pedir permiso, ni pagar nada a nadie; de enormes extensiones que podían pertenecerle a cualquiera que tuviera el valor de atravesar aquellos mares tan poco explorados, y transitar aquellas tierras llenas de peligros desconocidos… Porque también se oía de naufragios, canibalismo, bestias devoradoras de hombres y otros horribles fines que podían encontrar los blancos que se lanzaran tras la quimera de ser ricos y felices.
A él no le importaban los riesgos. El lugar donde vivía estaba lleno de peligros. ¿Cuánto tardaría en cruzar por delante de la persona equivocada, haciendo el gesto equivocado, y que lo mandaran a ejecutar por ser un don nadie cuya vida carecía de valor?
Era fuerte, inteligente, decidido. Fue aceptado inmediatamente como grumete en aquella expedición. Y tuvo la suerte de conocer a Sebastián Aragón, con quien congenió inmediatamente. Sebastián era de carácter extravertido, intrépido, muy ocurrente, y enseguida trabaron amistad.
Desembarcarían en el puerto de Santa María y desde allí partirían a su próximo destino.
—¿El bote, los cuerpos… nada? –preguntó.
—Nada. ¿Cómo lo lograste?
—No podía respirar. Sentí que moriría ahogado, entonces abrí los ojos, vi un rayo de luna, y esa fue mi esperanza. Sentí que tenía algo más de aire, que tenía más energía, y nadé con todas mis fuerzas hacia arriba, hasta que mi cabeza salió del agua. Y si había llegado hasta allí, no iba a morirme… Sebastián le palmeó la espalda.
—Quédate aquí, aprovecha la comodidad. El capitán dice que es un milagro que estés vivo, y piensa dejarte descansar lo que necesites.
Le entregó la taza de hojalata, se recostó en el camastro y puso las manos bajo la nuca.
—No veo por qué despreciar una cama blanda… Sebastián le sonrió y salió del camarote del capitán.
Las travesías eran duras y, por eso, el solo hecho de llegar convertía en personas respetables a hombres que en Europa eran parias. Blas era apreciado por ser un muchachito capaz, pero ahora se había ganado el respeto de todos por su gran fortaleza. Y así se lo demostraron los avezados marineros que lo saludaron con afecto cuando volvió a cubierta. Habían llegado. El desembarco ocurrió sin inconvenientes, y recibieron permiso para dar una vuelta por la ciudad de la Santísima Trinidad. Pujante, pero pequeña, no había mucho que hacer por ahí. Algunos partieron enseguida, otros, como ellos, debían colaborar con los preparativos de las demás expediciones y aguardar órdenes. No iban por su cuenta: trabajarían para la Corona, pues era el único modo en que los desposeídos lograban viajar. Los dos amigos se apartaron un poco del resto. Sabían que muchos de sus compañeros buscarían un lugar para embriagarse. Ellos querían tener los sentidos alerta para ver. Dejarían el alcohol para después, si la vida se hacía muy dura y se veían en la obligación de embotarse.
—Me parece raro que lo que piso no se mueva debajo de mí… –dijo Blas.
—Yo siento el zarandeo un poco, todavía…
Recorrieron la incipiente ciudad.
—Tengo hambre –dijo Sebastián–. Vamos a esa taberna.
—¿Tienes dinero?
Sebastián abrió su mano y apareció una brillante moneda.
(*) Fragmento de la novela “La sombra del lobo. Prisionero de la luna”, de la escritora marplatense Marisa Potes, editado por Edebé.